martes, 7 de junio de 2011

El mundo por dentro

Al fin, de una calle en otra andaba, siendo infinitas, de tal manera confuso que la admiración aun no dejaba sentido para el cansancio, cuando, llamado de voces descompuestas y tirando porfiadamente del manteo, volví la cabeza.
Era un viejo venerable en sus canas, maltratado, roto por mil partes el vestido y pisado. No por eso ridículo; antes severo y digno de respeto.
-¿Quién eres -dije-, que así te confiesas envidioso de mis gustos? Déjame, que siempre los ancianos aborrecéis en los mozos los placeres y los deleites, no que dejáis de vuestra voluntad, sino que por fuerza os quita el tiempo. Tú vas, yo vengo; déjame gozar y ver el mundo.
Desmintiendo sus sentimientos, riéndose, dijo:
-Ni te estorbo ni te envidio lo que deseo; antes te tengo lástima. ¿Tú, por ventura, sabes lo que vale un día? ¿Entiendes cuánto precio es una hora? ¿Has examinado el valor del tiempo? Cierto es que no, pues así, alegre, le dejas pasar, hurtando de la hora que, fugitiva y secreta, te lleva preciosísimo robo. ¿Quién te ha dicho que lo que ya fue volverá, cuando lo hayas menester, si lo llamares? Dime, ¿has visto algunas pisadas de los días? No, por cierto, que ellos solo vuelven la cabeza a reírse y burlarse de los que así los dejaron pasar. Sábete que la muerte y ellos están eslabonados y en una cadena, y que, cuando más caminan los días que van delante de tí, tiran hacia tí y te acercan a la muerte, que quizá la aguardas y es ya llegada y, según vives, antes será pasada que creída. Por necio tengo al que toda la vida se muere de miedo que se ha de morir; y por malo al que vive tan sin miedo de ella como si no la hubiese, que este la viene a temer cuando padece, y, embarazado con el temor, ni halla remedio a la vida ni consuelo a su fin. Cuerdo es sol el que vive cada día como quien cada día y cada hora puede morir.
-Eficaces palabras tienes, buen viejo. Traído me has el alma a mí, que me la llevaban embelesada vanos deseos. ¿Quién eres, de dónde y qué haces por aquí?
-Mi hábito y traje dice que soy hombre de bien y amigo de decir verdades, en lo roto y poco medrado; y lo peor que tu vida tiene es no haberme visto la cara hasta ahora. Yo soy el Desengaño. Estos rasgones de la ropa son de los tirones que dan de mí los que dicen en el mundo que me quieren, y estos cardenales del rostro, estos golpes y coces que me dan, en llegando, porque vine y porque me vaya. Que en el mundo todos decís que queréis desengaño y, en teniéndole, unos os desesperáis, otros maldecís a quien os lo dio, y los más corteses no le creéis. Si tú quieres, hijo, ver el mundo, ven conmigo, que yo te llevaré a la calle mayor, que es adonde salen todas las figuras, y allí veras juntos los que por aquí van divididos, sin cansarte. Yo te enseñaré el mundo como es, que tú no alcanzas a ver sino lo que parece.
-¿Y cómo se llama -dije yo- la calle mayor del mundo donde hemos ir?
-Llámese -respondió- Hipocresía. Calle que empieza con el mundo y que acabará con él, y no hay nadie casi que no tenga, si no una casa, un cuarto o un aposento en ella. Unos son vecinos y otros paseantes; que hay muchas diferencias de hipócritas, y todos cuantos ves por ahí lo son.
Francisco Quevedo

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