martes, 7 de diciembre de 2010

En una tarde de diciembre

Allí me encontraba, caminando en aquel bosque, en busca de algo que ni yo misma sabía qué era. Necesitaba perderme, respirar con tranquilidad, pensar... en algo. Tampoco sabía qué.

Me encontraba tan extraña, tan irreconocible, tan vacía... Sentía que no sentía, que estaba, pero realmente no estaba, como una sombra.

Entonces el bosque frondoso se abrió a una gran llanura, dejando atrás aquellos árboles que tanto me gustaban, que me protegían con aquellas hojas pintadas de ese verde intenso que despertaba todos mis sentidos.
En poco tiempo, sin dejar de andar, llegué a un punto en el que la tierra se acabó: aparecía ante mí un acantilado, probablemente el más bello que te puedas imaginar. Ni si quiera la densa lluvia podía acabar con la belleza de aquella imagen, que difícilmente podré olvidar.

Me asomé cuidadosamente y vi cómo las olas chocaban con las rocas, dejando un rastro de espuma sobre éstas. Me dio vértigo.

Me senté con cuidado sobre la hierba, algo alejada del borde del acantilado. El suelo estaba frío, y húmedo de la lluvia.
La tarde caía, y el sol, escondido detrás de las nubes, ya se estaba yendo para dar paso a la noche.

En mis ojos, también llovía, aunque en ese momento no pude si quiera notarlo.
En ese momento, sentí un escalofrío, el viento empezaba a soplar fuerte y mi cuerpo lo notaba.
Los árboles se agitaban, la hierba se movía entre mis dedos apoyados en la tierra.
Parecía que era la hora de volver a casa. Pero yo ya no podía volver.